"...las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a la tierra como palomas muertas"

lunes, 22 de septiembre de 2014

Carretera circular

(los peligros de no poder dormir durante los viajes en micro)


          Las únicas 4 horas más largas que las que van de Retiro a Santa Teresita en los días circundantes al inicio de Enero son las que, 1 ó 2 semanas más tarde, van de Santa Teresita a Retiro. Un cierre pragmático, más allá del que nos imponen el 31 de Diciembre. Balances que ya caducaron y proyectos que exigen nacer, pujando en la fragua de mis intuiciones. Casi tan bulliciosa y fogosa como aquella fragua de Hefesto, en el corazón de la isla volcánica de Lemnos. El arsénico venenoso se adhiere a las manos ajadas de un viejo orfebre que ya olvidó la exhalación del aire libre de ollín, y sus pulmones lacerados libran una última batalla. Su estigma es, desde que tengo consciencia, obligarme siempre a probar una vez más. Arriesgar una vez más. Luchar conmigo mismo e intentar hilvanar un nuevo plan de acción, como si fuera a ordenar un poco mis peripecias.


          Cada viaje tiene un poco de los anteriores, condensa diferentes caminos, paradores, climas y paisajes. Todos podrían bien ser el anterior, o el siguiente. Las rutas parecen siempre las mismas, aún surcando los destinos de diferentes países. Desfilan en los lindes de la travesía las casitas humildes de pueblos que nunca conoceré pero, principalmente, nunca entenderé su naturaleza. El misterio de eternidades sumidas en la nada, en la oscuridad aciaga del campo, regando de sudor parajes desolados, sin aspirar nunca a acercarse a Retiro o, ni siquiera, a Santa Teresita. En cualquier caso, esa no es la peor consecuencia de la cárcel que me convoca en este minimalista rodado motor. No es de extrañar que las visiones más sañosas sean las vinculadas a nostalgias preexistentes.

          Conforme se va deshilachando la interbalnearia, me saludan con impertinencia las pequeñas ciudades que sí caminé, melancolía en carne viva, dueña de una crueldad que debiera ser inhumana. Con 15 años menos, más libre y creativo, me observo desde la afable Villa Gessell. Hace una década nomás, me veo en el micro desde abajo, en Pinamar, en familia, con mis viejos juntos. La más sanguinaria es Las Toninas, claro. No sólo por sus callejuelas harto conocidas o su entrañable centrito de 4 cuadras que supo proporcionar varios veranos atractivos y fructíferos, sino porque en su inclemencia encuentro al último yo enamorado, completo. Incuestionablemente feliz, sin un ápice de dudas, cinismo o pesimismo. Un tanto ingenuo, de más está decir. Esa vieja terminal de apenas 4 dársenas y una austeridad apabullante. Esta vez estoy solo en esta terminal.

          Decorando mi periferia, algunos duermen ajenos a mi problemática. Y, seguramente, a todas las problemáticas que valen la pena. Los más audaces me examinan entre extrañados y sorprendidos, siguen el movimiento frenético de mis dedos en el teclado, o el humo que emana de las fauces de mi alquimia. No creo que les preocupe sumarse a la carrera de mis añoranzas. No creo que ninguno esté quemándose las entrañas como yo. Siempre me gustó viajar adelante, por el espacio y por la vista. Me siento fundido en la oscuridad casi fantasmal que envuelve el micro, mirando esas estrellas vanidosas que también se aferran al brillo de su pasado: antaño jóvenes, fuertes y vigorosas; hoy la mayoría ya no existe, pero nos engañan con reminiscencias de su semblante majestuoso. Así como me engañan a mí esos recuerdos de otros veranos más inocentes, más crédulos. Este viaje se adivina demasiado extenso para mi resistencia emocional. Me invade la impresión de que en este momento podría contarle toda mi vida sin tapujos a la chica que duerme a mi lado. Las palabras empujan para salir, se tornan en una olla a presión de preguntas y de olvidos.

          Creí escaparme por unos instantes, entre las páginas de la Roma del Siglo I d.c. y el encanto ponzoñoso de la nueva almohada que recibí en Navidad. Es de esas que previenen los dolores musculares, aunque yo sostengo que los míos no nacen de incomodidades físicas. Pero no pierdo nada congraciándome con la medicina occidental tradicional. El tintinear de los aros de la chica que sigue nadando en su mundo onírico (cosa que envidio profundamente) se confabuló con el frío apenas exacerbado del aire acondicionado, y entre ambos me arrebataron lo que podría haber sido alguna hora de tranquilidad. El mundo real se clava en mis neuronas, como estalactitas gélidas, removiendo a su paso los rastros de sinapsis que intentaban darse a la fuga. Parece ser que estoy destinado a vivir este trip con tripas y corazón.

          Rastreando el hilo que seguía mi inconsciente, me sentí atascado en la infinidad del sudario de Penélope, quien arremetía por las noches contra todo el trabajo tejido durante el día. Me asalta levemente la obsesión de estancarme en lo eterno, pero no va por ahí el tema. Caminar en círculos. Estas vacaciones volví a caminar en círculos. No fue antojadizo, fue en un momento particular, y suscitado por una noticia en particular. No viene al caso. La cuestión es que caminar en círculos no es tan terrible como predicen los fundamentalistas del progreso. Mi memoria atiborrada desgarra sus vísceras persuadiéndome de continuar revolviendo el recuerdo, en busca de un acontecimiento relegado, una clave olvidada que motorice finalmente la locura de esta quietud.

          Escarbo algo más, con ahínco exploro de una vez por todas las profundidades mismas de mi ser y, como un resplandor al final del túnel, emerge la figura plateada e impoluta de un amigo mío de la infancia. Ray Bradbury se llamaba. Sus facciones aparecen difuminadas y su voz retumba lejana, abordándome desde algún otro sueño ligero. Algún otro viaje. No sé si entendí sus recordatorios o si supe valerme de mi propia lógica, pero la carretera lluviosa de aquel viejo cuento apocalíptico se posó en el centro de atención. El cortejo fúnebre escapando de una supuesta guerra atómica. Siempre escapando. Siempre buscando el bienestar en otro destino. Aterrorizados por el fin de un mundo que no tenían muy claro qué constituía. En ese exacto momento un freno intempestivo sacudió a todos los presentes (desconozco por qué seguían presentes) y el alboroto infernal de la terminal indicó la llegada a Retiro.

          Con el bolso a cuestas, la resolana matinal de la ciudad cegando mis ojos y las imponentes moles de cemento bloqueando la vista, me aferré a lo último que quedaba del camino que recorrí en esas fatídicas 4 horas. Entre medio de los bocinazos estridentes y el frenético ir y venir de la multitud que también busca modificar su ubicación geográfica, conseguí reflotar la enseñanza de Bradbury.

Que se acabe el Mundo.

Que vuele todo en pedazos.

Yo no me escapo más.

Yo me quedo en el medio de la guerra.

En el medio de la guerra voy a encontrar algo de vos.


Darío Kullock
(encontrala también en https://www.facebook.com/notes/dario-kullock/carretera-circular/10151933935823412)

No hay comentarios:

Publicar un comentario