(las nuevas etapas requieren presentaciones)
Buenas
noches (si desea, intercambie el sustantivo propuesto por aquel que describa el
momento del día que lo apresa actualmente), mi nombre es Darío Kullock, y soy
adicto a las palabras. Esta es la primera oportunidad en que me dispongo a
admitir públicamente y enfrentar mi enfermedad. Sufro una dependencia de
características congénitas, ya que fue heredada de mis progenitores, también
víctimas de este flagelo. Desde mi más tierna infancia fui incentivado por
ellos, y empujado al enmarañado camino sin retorno que supone adentrarse sin
reparos en el Universo ambivalente de la literatura. Mi temprana iniciación
tuvo como objeto de fascinación amigables construcciones ficticias, tales como
“Dailan Kifki” o “El Principito” –cuya rosa espinada continúa floreciendo
consistentemente en mis jardines reflexivos-. No conforme con únicamente
consumir palabras, el desarrollo de mi adicción a lo largo de los años me ha
llevado a convertirme también en un inescrupuloso traficante, proveedor de
estupefacientes, aprovechador de aquellas almas en pena que buscan una
escapatoria a su cárcel mundana.
Al igual que cualquier otra droga, las palabras inscriben como ventaja esencial la capacidad de trasladar al lector a mundos alternativos, frecuentemente más desafiantes y estimulantes que el que arbitrariamente elegimos llamar “real”. Ese del que nos persuadieron que es el real. De la misma manera, la contraindicación primigenia de la literatura es el aislamiento de ese fastidioso y anodino entramado de burócratas y autómatas. En mi caso particular, el síntoma más grave de mi patología fue la anti-sociabilidad. Planteado el esquema precedente, la estructura del círculo vicioso es insoslayable: entre más rienda suelta le da uno a su adicción, más borrosas se vuelven sus relaciones interpersonales y más insípido el exterior; cuando ese exterior impiadoso nos muestra la espalda y nos cierra las puertas, la amistad –o, incluso, el enamoramiento- con los personajes de los libros, deja de ser un antojo y se convierte en una necesidad.
Con el objetivo de no escapar
por la tangente entre medio de arquetipos taxativos, vuelvo al hilo conductor
de la historia personal que me convoca aquí (o allí, donde se encuentre usted).
Al finalizar el dilatado suplicio conocido como educación obligatoria, recibido
sin ningún honor ni salvaguarda de uno de los secundarios más prestigiosos del
continente, habiendo ya transitado por los callejones de la Londres de Oscar
Wilde, los bares de la Dublin de James Joyce, o las montañas borrascosas de la
Tierra Media de J. R. R. Tolkien, resolví con celeridad una de las encrucijadas
más perniciosas de la existencia del ser humano promedio. La determinación de
embarcarme en la intrascendente profesión de Periodismo Deportivo, alejándome
del legado familiar de la docencia y los pretensiosos recintos del saber de
grandes universidades reconocidas mundialmente, vino aparejada con el
infortunio de ser tildado, en alguna ocasión, de iconoclasta. No obstante, al
poco tiempo de terminar la liviana carrera comprendí que sólo deseaba ser
Periodista, sea cual fuera el adjetivo que modificara el oficio. Hoy, en este
humilde acto de desnudez emocional, ante mis propios ojos, que se pasean
incrédulos sobre las letras que le dan forma a esta declamación, puedo asegurar
que lo único que quiero hacer es escribir.
Siempre fui un hombre de poco
diálogo. En parte, claro, se debe a mi moderada pero ya bien conocida
misantropía. Sin embargo, el motivo esencial, sin lugar a dudas, nace de la
honda convicción de la necesidad de cuidar las palabras. Denostadas, denigradas
y cooptadas, las palabras atraviesan una crisis cuasi terminal, y el
vocabulario que da música a la raza humana se encuentra en franca decadencia.
Es por eso que finalmente decido entregarme pertinaz a mi adicción, y alzarme en
armas para defender mi último refugio de sosiego ante una sociedad
intelectualmente adormecida y comunicativamente desbordada. Si usted, lector, acepta
el desafío de acompañar esta cruzada, destinada invariablemente al fracaso
rotundo, lo invito a oxidarse conmigo. Tal vez, con algo de fortuna, podamos al
menos disfrutar de una derrota revestida de algo de belleza.
Darío Kullock
(encontrala también en https://www.facebook.com/notes/dario-kullock/adicto-a-las-palabras/10152343514878412)
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